LA EDUCACIÓN NACIONAL Y EL ROL DE LOS INTELECTUALES EN LA CULTURA
Por Nicolás Bontti
Cuando se habla de educación en nuestro país, la referencia a la obra de Sarmiento se hace inevitable. En esta línea, coincidimos con Saúl Taborda, cuando refiriéndose a él sostiene: “(…) su intervención docente en la hora crucial de la organización del país fue tan decisiva que constituye el punto central de referencia de nuestra historia de los problemas educacionales”. Y continúa más adelante en el mismo sentido: “De tal modo es cierto que se puede estar contra Sarmiento, pero no se puede estar sin él” (Taborda, 1951, p. 215). Palabras nada menores por cierto las de Taborda, más si tenemos en cuenta su ferviente oposición a los ideales pedagógicos del ideario sarmientino.
La lucha por la educación como camino indispensable para la consolidación de una nación próspera fue la mayor obsesión que Sarmiento tuvo en vida. Así es también como esta preocupación cardinal en su pensamiento, y que a su vez tradujo a la acción, se ve hoy plasmada en el legado de una vastísima obra. En líneas generales, podemos decir que su sistema pedagógico tendía a la constitución de un tipo de hombre que adquiriría como características principales la ciudadanía y la aptitud para la producción. Siguiendo sus propias palabras, el factor político que brindaría como beneficio se resume de la siguiente manera: “(…) el derecho de todos los hombres a ser reputados suficientemente inteligentes para la gestión de los negocios públicos por el ejercicio del derecho electoral, cometido a todos los varones adultos de una sociedad, sin distinción de clase” (Sarmiento, 1915, p. 22). He allí el factor de igualdad que la educación promovería, otorgando herramientas precisas a la ciudadanía que se constituye como tal a través de la participación activa en una comunidad política. De esta manera, Sarmiento ve en esta igualdad de derechos acordada a todos los hombres, lo que sirve de base a la organización social de las repúblicas. Pero como este aspecto es inevitable para el normal funcionamiento de un Estado nacional y democrático, la educación debe, además de ser derecho ciudadano, constituirse como obligación del ciudadano de brindarse a ella. El Estado debe ocuparse de la educación porque de otra manera una familia pobre no podría hacerse cargo de ella, sumiendo el futuro de sus hijos en una profunda desigualdad respecto de los demás hombres educados.
Asimismo, aparece en Sarmiento la idea de que la educación promovería el desarrollo de las fuerzas materiales que una nación necesita para progresar y lograr algún día su grandeza. En este sentido, la afirmación es contundente: “El poder, la riqueza y la fuerza moral de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, acción y dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean” (Sarmiento, 1915, p. 23). De esta manera, vemos como considera fundamental la asimilación de los principios de la mecánica que otorgaban fundamento al desarrollo industrial de las naciones modernas de occidente. Aparte del desarrollo económico que los conocimientos técnicos facilitarían a la nación, plantea también que la educación es importante debido a que cuanto menos cultivados están los sentimientos morales de la población, menos dispuesta se encuentra ésta a respetar las vidas y las propiedades de sus prójimos.
Estos progresos que obtendrían como resultados nuestra nación y las de Sudamérica, podría sacarlas del último escalón entre los pueblos del mundo tenidos por civilizados. Podría alejar a las antiguas colonias del atraso moral y espiritual en que las había sumido la influencia de las costumbres de España, las cuales a decir de Sarmiento la habían convertido en una colonia dentro del concierto de las naciones prósperas de Europa.
En este proyecto de construcción nacional, Sarmiento niega no sólo las tradiciones heredadas de la metrópoli, sino que también rechaza las identidades coloniales preexistentes a la confección de su modelo educativo en nuestra historia nacional. En esa cuestión radica, según el autor, la diferencia principal entre los colonizadores del norte y del sur de América. Sus palabras son las siguientes: “Todas las colonizaciones que en estos tres últimos siglos han hecho las naciones europeas, han arrollado delante de sí a los salvajes que poblaban la tierra que venían a ocupar. Los ingleses, franceses y holandeses en Norte América, no establecieron mancomunidad ninguna con los aborígenes, y cuando con el lapso del tiempo sus descendientes fueron llamados a formar Estados independientes, se encontraron compuestos de las razas europeas puras, con sus tradiciones de civilización cristiana y europea intactas, con su ahínco de progreso y su capacidad de desenvolvimiento (…)” (Sarmiento, 1915, p. 25) Este no habría sido el caso de nuestra experiencia colonial, ya que España “mezclo” su raza con la de los aborígenes de América del Sur, con lo cual la pureza europea se terminó perdiendo en el atraso moral y civilizacional. Sobre la colonización española, plantea lo siguiente: “(…) incorporó en su seno a los salvajes; dejando para los tiempos futuros una progenie bastarda, rebelde a la cultura, y sin aquellas tradiciones de ciencia, arte e industria” (Sarmiento, 1915, p. 26). Aquí entra en juego claramente el carácter xenófobo de su pensamiento, y la idea de que la constitución de una identidad nacional debe partir básicamente de la asimilación de los aportes europeos, tanto a través de la inmigración directa como de la adopción de modelos culturales y pedagógicos provenientes de sus naciones civilizadas. De esta forma, la suma de la herencia colonial más la permanencia del aborigen redundarían en la ecuación sarmientina en una perpetuación de la barbarie.
En Conflicto y armonía de las razas en América, Sarmiento manifiesta explícitamente su preocupación por nuestra identidad mestiza, “impura”: “(…) quienes somos cuando argentinos nos llamamos. ¿Somos europeos? ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten! ¿Somos indígenas? Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta. ¿Mixtos? Nadie quiere serlo, y hay millares que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados” (Sarmiento, 2001, p. 23). La búsqueda de una solución a este dilema identitario lleva a Sarmiento a desprestigiar todas las manifestaciones idiosincráticas de aquellos, nuestros primeros habitantes.
De esta forma, consideramos que su búsqueda de una modalidad de construcción de la identidad nacional se vuelve un proyecto imposible, debido a que niega la materia prima de aquella misma identidad, nuestras comunidades autóctonas. En esta línea, creemos que aunque se admita la posibilidad de nutrir de población e ideas extranjeras al proceso de formación de un país, será siempre un error fatal para su constitución la negación de las prácticas, ideas y creencias previamente constituidas. Podríamos decir que se trata casi de un error lógico, llegando a una conclusión sin haber recaído ni un momento en las premisas impostergables que nuestra realidad exhibía. Como ya hemos visto, la solución que Sarmiento propone es eliminar una de las premisas, en este caso el indio.
El pensamiento de Taborda, por su parte, se ubica en las antípodas del paradigma sarmientino. Así, a la conformación de una identidad nacional basada en modelos pedagógicos, políticos y económicos transplantados sin demasiados resguardos ni reformulaciones desde el exterior, opone la construcción de una entidad nacional a través del reconocimiento primordial de nuestros componentes autóctonos y tradicionales. El planteo de Taborda en relación al problema de nuestra identidad se fundamenta en una postura filosófica sobre el significado de la cultura. Recurramos pues a sus propias palabras: “(…) la cultura supone una lucha entre la potencia formativa de los valores preexistentes y las potencias formativas de los valores recién advenidos desde el fondo de la vida creadora del pueblo. Por allanar el camino a las ventajas prometidas por las novedades del afuera, el apresuramiento de nuestra decisión hizo malograr los beneficios de esa dialéctica porque nos indujo a la ligereza de desestimar nuestra propia experiencia” (Taborda, 1951, p. 203). De esta manera, consideraba que toda cultura procede de nuestra experiencia cotidiana, procede de nuestra vida misma, y no de componentes que poco tienen que ver con nuestra propia realidad.
Con semejante posicionamiento, la crítica a Sarmiento no se haría esperar demasiado. Haciendo un diagnóstico de los resultados que trajo a nuestro país la implementación del paradigma sarmientino, Taborda sostiene que la asimilación de una técnica y de un modelo de desarrollo económico liberal, lejos de integrar nuestra vida, adecuándose a nuestras condiciones específicas y ayudando a nuestras poblaciones, esencialmente precapitalistas, a percibirla y manejarla en nuestro propio beneficio, lo único que promovió fue la dislocación del orden local. Así es como plantea que “(…) aceptamos la economía del extranjero como un elemento mero y simple, sin conexión con el destino del pueblo, e hicimos del aporte técnico venido de todas partes un instrumento al servicio de la economía de emporio, desligado de la responsabilidad que comporta la consciente adhesión a la historia de una comunidad preestablecida” (Taborda, 1951, p. 203).
De esta forma, la asimilación de un modelo estatal centralizante, que era ajeno a nuestras prácticas políticas autóctonas, que priva a las provincias y a las comunidades del interior de sus recursos y de sus autonomías previas, destruye las identidades nacionales que preexistían incluso a la colonización española, acabando con nuestras formas de organización previas y transformándonos en una mera prolongación de la instituciones y prácticas europeas. Así es como se nos priva de las notas originales que se promovían antaño a través de la libre determinación de los localismos: “(…) nos entregamos a la extraña e inmotivada tarea de mutilar nuestra nación para arquitecturar desde arriba, desde el dogma racionalista, una nacionalidad al servicio del Estado centralizador adueñado de todos los resortes vitales” (Taborda, 1951, p. 204). Aquí Taborda plantea como anacrónica la concepción centralizada y homogeneizante promovida por el modelo docente de los fundadores pedagógicos de nuestro país. Esta concepción cerrada, acabada, había ya cumplido su ciclo en la perspectiva del autor. Esto es así porque la identidad nacional, ya en pleno siglo XX, no podía consistir, según Taborda, en el ideal de la supuesta comunión de todos los argentinos en una única concepción del mundo. Abogará entonces por la diversidad, apoyando las numerosas manifestaciones y concepciones que se encuentran a lo largo de nuestro territorio nacional, promoviendo la constitución de una identidad a través de un proyecto inclusivo que incorpore las diferentes expresiones de nuestro ser argentino. De no ser así, plantea que será el propio Estado el que esté atentando contra sí mismo, negándose incluso, irónicamente, la lógica parlamentaria de representación de la diversidad nacional. De todos modos, Taborda tampoco creía del todo ni en el parlamentarismo ni en el sistema de partidos políticos.
A su vez, el autor en cuestión considera que todas estas ideas educativas que fustiga se encuentran en la obra de Sarmiento, particularmente en Educación Popular, “(…) el libro del ideario docente que reemplazó al orden comunal” (Taborda, 1951, p. 224). Tampoco se priva de atacar las más íntimas convicciones y sentimientos de Sarmiento. Sostiene, de esta forma, que se olvidó de la escuela provinciana que tanto había alabado en Recuerdos de Provincia, dando lugar a “la escuela de la ciencia hecha, medida, y dosada”. También lo acusa de olvidarse de sus educadores, “(…) figuras recalcadas, hoy más que nunca, por las sombrías perspectivas de un mundo sin dimensiones humanas, para dar preferencia al tipo del hombre de la utilidad y de la ganancia concebido por el individualismo y exaltado por la epifanía poderosa y brillante de la era capitalista” (Taborda, 1951, p. 226).
Pero Taborda no se detiene aquí en sus críticas, y afirma que el plan esbozado en Educación Popular no reparó tampoco en los diferentes contextos históricos de, por un lado, la Francia posrevolucionaria y su nuevo modelo educativo y racional, y, por el otro, de la herencia humanista española. De esta manera, plantea que, sin ningún tipo de preocupación, Sarmiento opuso dos tipos de hombres completamente diferentes, promoviendo resultados que inevitablemente serían nefastos para nuestra nación y la construcción de una identidad nacional, ante la falta de reconocimiento de los antecedentes educativos y culturales que nuestra historia exhibía. Esta es, en definitiva, una fuerte crítica al modelo educativo francés que Sarmiento asimila casi literalmente como solución al atraso moral y material de nuestro país.
Por nuestra parte, consideramos que podría criticarse a Taborda de pecar de un excesivo romaticismo, pero también es cierto que demostró una mirada atenta a los problemas propios de nuestro país, tratando de basarse en la realidad que ellos mismos exhibían para proponer soluciones, y no importando sin más modelos del exterior. En este sentido, una última advertencia de Taborda resulta crucial: “La aparición de un ideal forastero en el ámbito de una sociedad determinada es un acontecimiento que procede o de una conquista o de la colonización de una cultura por otra cultura”. Y si esto es así, se pregunta lo siguiente: “(…) ¿qué juicio solvente se atreverá a cargar sobre sí la responsabilidad de atribuir a la empresa educacional de Sarmiento el deliberado designio de someternos al vasallaje de una cultura extranjera?” (Taborda, 1951, p. 230). A esta pregunta, consideramos pertinente responder con otra: ¿Quién más, sino Arturo Jauretche?
En este último hallamos un pensamiento alternativo, aunque con algunos puntos de contacto con el que esbozara Taborda, sobre la situación de la cultura en general y de nuestro modelo pedagógico en particular. Así, al sistema educativo que Sarmiento tomara de otras naciones en sus trabajos, y al cuasi anarquismo reivindicativo de los prácticas comunitarias de nuestros habitantes en Taborda, Jauretche opondrá un planteo que si bien se basa en la revalorización de nuestras propias ideas y tradiciones, no descarta la asimilación de aportes saludables que pudiesen provenir de las demás naciones de occidente. De esta forma, a pesar de efectuar una fuerte apuesta en pos de constituir una identidad nacional homogénea, basada en una educación promotora de los valores nacionales, evita caer en un pensamiento de carácter xenófobo. Lo que entonces repugnará a Jauretche, es que los argentinos no piensen como argentinos, sino como habitantes de naciones lejanas que a su vez tienen problemas que muchas veces nada tienen que ver con los nuestros.
La voz de Jauretche denunciará en una forma acabada el problema que años antes llegara a plantear Taborda. Así es como sostiene que la “intelligentzia”, fruto de la colonización pedagógica, se dejó asombrar por las novedades que exhibían las naciones europeas y la América del Norte, y trató nuestra cultura nacional como incultura, por no encontrarse al ritmo de las novedades intelectuales y políticas de aquellos países. Esta situación de doble alejamiento de nuestros problemas, y del tratamiento de los mismos como argentinos, redundaría en una dominación de carácter cultural que inhibirá el normal desarrollo de nuestra identidad nacional. Esta es la manera, a su entender, en que se domina a las ex colonias, a través de las ideas y no del control por medio del gobierno directo de la metrópoli. Sus palabras son contundentes al respecto: “(…) en las semicolonias, que gozan de un status político independiente decorado por la ficción jurídica, aquella “colonización pedagógica” se revela esencial, pues no dispone (la potencia extranjera ) de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista, y ya es sabido que las ideas, en cierto grado de su evolución, se truecan en fuerza material” (Jauretche, 1982, p. 43). Es esta situación de dominación a la que se ve sometida nuestra cultura lo que Jauretche observa en los hechos mismos, en la europeización y alienación de nuestra literatura, de nuestro pensamiento filosófico y de la crítica histórica, entras tantas otras manifestaciones del arte, la ciencia y el sentido común.
Bajo estas condiciones de vasallaje fue que se desarrolló nuestra élite intelectual, viéndose devastadas y negadas por la historia las verdaderas generaciones de intelectuales nacionales, que deseaban generar una asimilación de los nuevos valores tomando como base indispensable los elementos culturales propios. Jauretche tampoco dejará descansar tranquilo a Sarmiento, y en La colonización pedagógica atacará con toda la fuerza de su prosa al paradigma sarmientino, el cual, a su decir, al haber marcado la constitución de nuestras capas de pensadores, los transformó en intelligentzia, dando esto por resultado final la deformación de nuestra verdadera identidad nacional, de nuestra propia esencia cultural.
Una vez consolidada la intelligentzia como vanguardia intelectual de nuestro país, a la par que se extendía la influencia de la dependencia material respecto de las potencias extranjeras, ya no se pudo salir de una especie de círculo vicioso que se conformó en el mismo proceso. Esto es así porque todos los mecanismos a través de los cuales se podía expresar esa intelligentzia se fueron conformando a voluntad de los centros de poder exteriores, con lo cual obtenían una legitimación y una estabilización dentro del país dominado que les permitía seguir adelante con la maximización de su aprovechamiento de nuestras propias ventajas. Pero cuando Jauretche escribe, ve que las condiciones objetivas han cambiado, ve que una nación pujante subyace a esas apariencias externas que fueron asimiladas como propias. Es así como describe el momento que le tocó vivir: “(…) el conflicto no es el de las ideas, ampliamente superado, sino el de la imposibilidad en que se encuentra la “intelligentzia” de actualizar su ideario de importación en presencia de un país que lo rebalsa y que ha adquirido un potencial propio que tiene que traducirse en una versión también propia de lo cultural” (Jauretche, 1982, p. 50).
Finalmente, consideramos que el planteo de Jauretche es una incitación a la rebelión espiritual de un pueblo, y de sus verdaderos intelectuales, que se vieron relegados por la historia a una función de mera obsecuencia. Esto lo vemos en el mecenazgo que el Estado promovió para cooptarlos. En esta línea, una nota al pie de Jauretche afirma: “La mayoría de los intelectuales de principios de siglo tuvieron que adaptarse pagando con silencios y complicidades el derecho a vegetar y tener un nombre en una sociedad pastoril que relegaba al intelectual a una función decorativa mantenida por el mecenazgo (bastante mal pago por cierto, pues consistía en el empleo público o el mal pagado trabajo del periodismo)” (Jauretche, 1982, p. 53-54). De esta manera, los verdaderos intelectuales serían aquellos que sabiendo entender los mecanismos mediante los cuales históricamente han sido sometidos a través de una sutil colonización pedagógica, pudieran establecerse como genuinos interlocutores orgánicos de una revolución nacional, que nos haría librarnos de la gran cantidad de determinaciones externas, en pos de la defensa de nuestra propia identidad, entendida como la diversidad de nuestra propia cultura.
Bibliografía:
• Jauretche, Arturo: “La colonización pedagógica” y otros ensayos. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.
• Sarmiento, Domingo Faustino: Conflicto y armonía de las razas en América. Obras Completas. Tomo 36. Universidad Nacional de La Matanza, Buenos Aires, 2001.
• Sarmiento, Domingo Faustino: Educación Popular. Obras Completas. Tomo XI. Librería la Facultad, Buenos Aires, 1915.
• Taborda, Saúl: La crisis espiritual del ideario argentino. Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, Rosario, 1933.