domingo, 8 de agosto de 2010


POLÍTICA, ECONOMIA Y BIEN COMÚN


Por Nicolás Bontti


La concepción hegemónica en las discusiones económicas señala al mercado como mecanismo eficiente en la asignación de recursos en la sociedad (siempre escasos a decir de cualquier manual de economía), evitando dar señales de “debilidad” hacia el mundo de la política, compañera, sin embargo, de una dualidad inevitable que el mainstream de la Academia se ha empeñado sistemáticamente en negar durante las últimas décadas.

En períodos de crisis económica, donde claramente se evidencian (se vuelven a poner en evidencia) las falencias que exhibe el mercado librado a sus propias tempestades, suele aceptarse el rol interventor del Estado como contrapeso político de los desequilibrios económicos. Por estos días acontece una situación por el estilo. Habiendo cedido en intensidad la influencia del paradigma neoliberal a causa de las desastrosas consecuencias producidas por este tipo de recetas en una gran cantidad de países del globo, se vuelve a conceder a la política un margen de maniobra para compensar la tan celebrada “libertad de mercado”.

Así es como se vuelve a la necesidad de recuperar el mercado en su integridad, considerando su dimensión política, buscando hacer estallar las esferas aisladas en las cuales se quería circunscribir a cada uno de estos ámbitos. Pero qué sería un mercado y, en todo caso, cuáles son las lógicas que dominan su funcionamiento en las sociedades modernas. Es importante no dar esta discusión por cerrada.

En su ya clásica Política, Aristóteles, históricamente distante de los mercados modernos, supo entrever las tensiones nodales que habitan al interior de la organización económica de una sociedad, y planteo así la existencia de diferentes tipos de mercados, con lógicas de funcionamiento a la vez complementarias y contradictorias. De esta manera, identificó la existencia de una dualidad presente en el mundo económico entre un “mercado doméstico” y un “mercado crematístico”. Sobre el primero afirma: “(…) existe una especie de arte adquisitivo que por naturaleza es parte de la administración doméstica. Es lo que bien le debe procurar o facilitarle que ella misma se procure, aquellas cosas cuya provisión es indispensable para la vida y útil a la comunidad de la ciudad o de la casa”. Pero, advierte a su vez, “(…) existe otro tipo de arte adquisitivo, y es apropiado llamarlo así, crematística, por el cual parece que no existe límite alguno a la riqueza ni a la propiedad”.

De esta forma, el filósofo griego realiza un llamado de atención, hace bastante más de 2.000 años, en relación a la pretendida eficiencia del mercado como mecanismo asignador de recursos al interior de la sociedad, poniendo en evidencia la complejidad que representa la voluntad ilimitada de acaparamiento que pueden desarrollar los individuos que interactúan al interior del mundo de la crematística, lo cual podría hacer peligrar la subsistencia de los mercados domésticos.

La ciencia económica que dominó las discusiones a nivel internacional durante los últimos 30 años también persigue, como el filósofo griego, el bien común, pero lo define de otro modo, lo cual no es una cuestión menor. Para esta ciencia, la racionalidad individual que llevaría, a nivel agregado, a la acumulación, redundaría en un mayor bienestar social a través del acrecentamiento general de las riquezas. Pero esta situación no hace más que manifestar un tipo de moral, que no ha sido ni es la única que existe. Lo colectivo es lo verdaderamente emparentado con el bien común, y en la actualidad, como en la antigua Grecia, eso se vincula con lo público, que debe contener las ansias ilimitadas de acumulación privada. Hoy algunos lo llaman “redistribución”, o “regulación estatal de la economía”.

El Estado debe, por un lado, garantizar la reproducción social de los individuos, y por otro, ser respaldo legal e institucional de la reproducción de los mercados (y de la emisión de las monedas). Cómo se define esta contradicción, cuáles son los posibles puntos de contacto entre esos dos ámbitos, son cuestiones que tarde o temprano vuelven a ponerse sobre el tapete por inevitables, por la imposibilidad de negar la política en nombre del mercado. Sin pretender dar una solución definitiva a esta tensión, resulta claro que el mantenimiento o la superación de ese equilibrio inestable tiene que ver con el ejercicio del arte supremo: la política.

viernes, 6 de agosto de 2010


LA EDUCACIÓN NACIONAL Y EL ROL DE LOS INTELECTUALES EN LA CULTURA


Por Nicolás Bontti


Cuando se habla de educación en nuestro país, la referencia a la obra de Sarmiento se hace inevitable. En esta línea, coincidimos con Saúl Taborda, cuando refiriéndose a él sostiene: “(…) su intervención docente en la hora crucial de la organización del país fue tan decisiva que constituye el punto central de referencia de nuestra historia de los problemas educacionales”. Y continúa más adelante en el mismo sentido: “De tal modo es cierto que se puede estar contra Sarmiento, pero no se puede estar sin él” (Taborda, 1951, p. 215). Palabras nada menores por cierto las de Taborda, más si tenemos en cuenta su ferviente oposición a los ideales pedagógicos del ideario sarmientino.

La lucha por la educación como camino indispensable para la consolidación de una nación próspera fue la mayor obsesión que Sarmiento tuvo en vida. Así es también como esta preocupación cardinal en su pensamiento, y que a su vez tradujo a la acción, se ve hoy plasmada en el legado de una vastísima obra. En líneas generales, podemos decir que su sistema pedagógico tendía a la constitución de un tipo de hombre que adquiriría como características principales la ciudadanía y la aptitud para la producción. Siguiendo sus propias palabras, el factor político que brindaría como beneficio se resume de la siguiente manera: “(…) el derecho de todos los hombres a ser reputados suficientemente inteligentes para la gestión de los negocios públicos por el ejercicio del derecho electoral, cometido a todos los varones adultos de una sociedad, sin distinción de clase” (Sarmiento, 1915, p. 22). He allí el factor de igualdad que la educación promovería, otorgando herramientas precisas a la ciudadanía que se constituye como tal a través de la participación activa en una comunidad política. De esta manera, Sarmiento ve en esta igualdad de derechos acordada a todos los hombres, lo que sirve de base a la organización social de las repúblicas. Pero como este aspecto es inevitable para el normal funcionamiento de un Estado nacional y democrático, la educación debe, además de ser derecho ciudadano, constituirse como obligación del ciudadano de brindarse a ella. El Estado debe ocuparse de la educación porque de otra manera una familia pobre no podría hacerse cargo de ella, sumiendo el futuro de sus hijos en una profunda desigualdad respecto de los demás hombres educados.

Asimismo, aparece en Sarmiento la idea de que la educación promovería el desarrollo de las fuerzas materiales que una nación necesita para progresar y lograr algún día su grandeza. En este sentido, la afirmación es contundente: “El poder, la riqueza y la fuerza moral de una nación dependen de la capacidad industrial, moral e intelectual de los individuos que la componen; y la educación pública no debe tener otro fin que el aumentar estas fuerzas de producción, acción y dirección, aumentando cada vez más el número de individuos que las posean” (Sarmiento, 1915, p. 23). De esta manera, vemos como considera fundamental la asimilación de los principios de la mecánica que otorgaban fundamento al desarrollo industrial de las naciones modernas de occidente. Aparte del desarrollo económico que los conocimientos técnicos facilitarían a la nación, plantea también que la educación es importante debido a que cuanto menos cultivados están los sentimientos morales de la población, menos dispuesta se encuentra ésta a respetar las vidas y las propiedades de sus prójimos.

Estos progresos que obtendrían como resultados nuestra nación y las de Sudamérica, podría sacarlas del último escalón entre los pueblos del mundo tenidos por civilizados. Podría alejar a las antiguas colonias del atraso moral y espiritual en que las había sumido la influencia de las costumbres de España, las cuales a decir de Sarmiento la habían convertido en una colonia dentro del concierto de las naciones prósperas de Europa.

En este proyecto de construcción nacional, Sarmiento niega no sólo las tradiciones heredadas de la metrópoli, sino que también rechaza las identidades coloniales preexistentes a la confección de su modelo educativo en nuestra historia nacional. En esa cuestión radica, según el autor, la diferencia principal entre los colonizadores del norte y del sur de América. Sus palabras son las siguientes: “Todas las colonizaciones que en estos tres últimos siglos han hecho las naciones europeas, han arrollado delante de sí a los salvajes que poblaban la tierra que venían a ocupar. Los ingleses, franceses y holandeses en Norte América, no establecieron mancomunidad ninguna con los aborígenes, y cuando con el lapso del tiempo sus descendientes fueron llamados a formar Estados independientes, se encontraron compuestos de las razas europeas puras, con sus tradiciones de civilización cristiana y europea intactas, con su ahínco de progreso y su capacidad de desenvolvimiento (…)” (Sarmiento, 1915, p. 25) Este no habría sido el caso de nuestra experiencia colonial, ya que España “mezclo” su raza con la de los aborígenes de América del Sur, con lo cual la pureza europea se terminó perdiendo en el atraso moral y civilizacional. Sobre la colonización española, plantea lo siguiente: “(…) incorporó en su seno a los salvajes; dejando para los tiempos futuros una progenie bastarda, rebelde a la cultura, y sin aquellas tradiciones de ciencia, arte e industria” (Sarmiento, 1915, p. 26). Aquí entra en juego claramente el carácter xenófobo de su pensamiento, y la idea de que la constitución de una identidad nacional debe partir básicamente de la asimilación de los aportes europeos, tanto a través de la inmigración directa como de la adopción de modelos culturales y pedagógicos provenientes de sus naciones civilizadas. De esta forma, la suma de la herencia colonial más la permanencia del aborigen redundarían en la ecuación sarmientina en una perpetuación de la barbarie.

En Conflicto y armonía de las razas en América, Sarmiento manifiesta explícitamente su preocupación por nuestra identidad mestiza, “impura”: “(…) quienes somos cuando argentinos nos llamamos. ¿Somos europeos? ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten! ¿Somos indígenas? Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso la única respuesta. ¿Mixtos? Nadie quiere serlo, y hay millares que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados” (Sarmiento, 2001, p. 23). La búsqueda de una solución a este dilema identitario lleva a Sarmiento a desprestigiar todas las manifestaciones idiosincráticas de aquellos, nuestros primeros habitantes.

De esta forma, consideramos que su búsqueda de una modalidad de construcción de la identidad nacional se vuelve un proyecto imposible, debido a que niega la materia prima de aquella misma identidad, nuestras comunidades autóctonas. En esta línea, creemos que aunque se admita la posibilidad de nutrir de población e ideas extranjeras al proceso de formación de un país, será siempre un error fatal para su constitución la negación de las prácticas, ideas y creencias previamente constituidas. Podríamos decir que se trata casi de un error lógico, llegando a una conclusión sin haber recaído ni un momento en las premisas impostergables que nuestra realidad exhibía. Como ya hemos visto, la solución que Sarmiento propone es eliminar una de las premisas, en este caso el indio.

El pensamiento de Taborda, por su parte, se ubica en las antípodas del paradigma sarmientino. Así, a la conformación de una identidad nacional basada en modelos pedagógicos, políticos y económicos transplantados sin demasiados resguardos ni reformulaciones desde el exterior, opone la construcción de una entidad nacional a través del reconocimiento primordial de nuestros componentes autóctonos y tradicionales. El planteo de Taborda en relación al problema de nuestra identidad se fundamenta en una postura filosófica sobre el significado de la cultura. Recurramos pues a sus propias palabras: “(…) la cultura supone una lucha entre la potencia formativa de los valores preexistentes y las potencias formativas de los valores recién advenidos desde el fondo de la vida creadora del pueblo. Por allanar el camino a las ventajas prometidas por las novedades del afuera, el apresuramiento de nuestra decisión hizo malograr los beneficios de esa dialéctica porque nos indujo a la ligereza de desestimar nuestra propia experiencia” (Taborda, 1951, p. 203). De esta manera, consideraba que toda cultura procede de nuestra experiencia cotidiana, procede de nuestra vida misma, y no de componentes que poco tienen que ver con nuestra propia realidad.

Con semejante posicionamiento, la crítica a Sarmiento no se haría esperar demasiado. Haciendo un diagnóstico de los resultados que trajo a nuestro país la implementación del paradigma sarmientino, Taborda sostiene que la asimilación de una técnica y de un modelo de desarrollo económico liberal, lejos de integrar nuestra vida, adecuándose a nuestras condiciones específicas y ayudando a nuestras poblaciones, esencialmente precapitalistas, a percibirla y manejarla en nuestro propio beneficio, lo único que promovió fue la dislocación del orden local. Así es como plantea que “(…) aceptamos la economía del extranjero como un elemento mero y simple, sin conexión con el destino del pueblo, e hicimos del aporte técnico venido de todas partes un instrumento al servicio de la economía de emporio, desligado de la responsabilidad que comporta la consciente adhesión a la historia de una comunidad preestablecida” (Taborda, 1951, p. 203).

De esta forma, la asimilación de un modelo estatal centralizante, que era ajeno a nuestras prácticas políticas autóctonas, que priva a las provincias y a las comunidades del interior de sus recursos y de sus autonomías previas, destruye las identidades nacionales que preexistían incluso a la colonización española, acabando con nuestras formas de organización previas y transformándonos en una mera prolongación de la instituciones y prácticas europeas. Así es como se nos priva de las notas originales que se promovían antaño a través de la libre determinación de los localismos: “(…) nos entregamos a la extraña e inmotivada tarea de mutilar nuestra nación para arquitecturar desde arriba, desde el dogma racionalista, una nacionalidad al servicio del Estado centralizador adueñado de todos los resortes vitales” (Taborda, 1951, p. 204). Aquí Taborda plantea como anacrónica la concepción centralizada y homogeneizante promovida por el modelo docente de los fundadores pedagógicos de nuestro país. Esta concepción cerrada, acabada, había ya cumplido su ciclo en la perspectiva del autor. Esto es así porque la identidad nacional, ya en pleno siglo XX, no podía consistir, según Taborda, en el ideal de la supuesta comunión de todos los argentinos en una única concepción del mundo. Abogará entonces por la diversidad, apoyando las numerosas manifestaciones y concepciones que se encuentran a lo largo de nuestro territorio nacional, promoviendo la constitución de una identidad a través de un proyecto inclusivo que incorpore las diferentes expresiones de nuestro ser argentino. De no ser así, plantea que será el propio Estado el que esté atentando contra sí mismo, negándose incluso, irónicamente, la lógica parlamentaria de representación de la diversidad nacional. De todos modos, Taborda tampoco creía del todo ni en el parlamentarismo ni en el sistema de partidos políticos.

A su vez, el autor en cuestión considera que todas estas ideas educativas que fustiga se encuentran en la obra de Sarmiento, particularmente en Educación Popular, “(…) el libro del ideario docente que reemplazó al orden comunal” (Taborda, 1951, p. 224). Tampoco se priva de atacar las más íntimas convicciones y sentimientos de Sarmiento. Sostiene, de esta forma, que se olvidó de la escuela provinciana que tanto había alabado en Recuerdos de Provincia, dando lugar a “la escuela de la ciencia hecha, medida, y dosada”. También lo acusa de olvidarse de sus educadores, “(…) figuras recalcadas, hoy más que nunca, por las sombrías perspectivas de un mundo sin dimensiones humanas, para dar preferencia al tipo del hombre de la utilidad y de la ganancia concebido por el individualismo y exaltado por la epifanía poderosa y brillante de la era capitalista” (Taborda, 1951, p. 226).

Pero Taborda no se detiene aquí en sus críticas, y afirma que el plan esbozado en Educación Popular no reparó tampoco en los diferentes contextos históricos de, por un lado, la Francia posrevolucionaria y su nuevo modelo educativo y racional, y, por el otro, de la herencia humanista española. De esta manera, plantea que, sin ningún tipo de preocupación, Sarmiento opuso dos tipos de hombres completamente diferentes, promoviendo resultados que inevitablemente serían nefastos para nuestra nación y la construcción de una identidad nacional, ante la falta de reconocimiento de los antecedentes educativos y culturales que nuestra historia exhibía. Esta es, en definitiva, una fuerte crítica al modelo educativo francés que Sarmiento asimila casi literalmente como solución al atraso moral y material de nuestro país.

Por nuestra parte, consideramos que podría criticarse a Taborda de pecar de un excesivo romaticismo, pero también es cierto que demostró una mirada atenta a los problemas propios de nuestro país, tratando de basarse en la realidad que ellos mismos exhibían para proponer soluciones, y no importando sin más modelos del exterior. En este sentido, una última advertencia de Taborda resulta crucial: “La aparición de un ideal forastero en el ámbito de una sociedad determinada es un acontecimiento que procede o de una conquista o de la colonización de una cultura por otra cultura”. Y si esto es así, se pregunta lo siguiente: “(…) ¿qué juicio solvente se atreverá a cargar sobre sí la responsabilidad de atribuir a la empresa educacional de Sarmiento el deliberado designio de someternos al vasallaje de una cultura extranjera?” (Taborda, 1951, p. 230). A esta pregunta, consideramos pertinente responder con otra: ¿Quién más, sino Arturo Jauretche?

En este último hallamos un pensamiento alternativo, aunque con algunos puntos de contacto con el que esbozara Taborda, sobre la situación de la cultura en general y de nuestro modelo pedagógico en particular. Así, al sistema educativo que Sarmiento tomara de otras naciones en sus trabajos, y al cuasi anarquismo reivindicativo de los prácticas comunitarias de nuestros habitantes en Taborda, Jauretche opondrá un planteo que si bien se basa en la revalorización de nuestras propias ideas y tradiciones, no descarta la asimilación de aportes saludables que pudiesen provenir de las demás naciones de occidente. De esta forma, a pesar de efectuar una fuerte apuesta en pos de constituir una identidad nacional homogénea, basada en una educación promotora de los valores nacionales, evita caer en un pensamiento de carácter xenófobo. Lo que entonces repugnará a Jauretche, es que los argentinos no piensen como argentinos, sino como habitantes de naciones lejanas que a su vez tienen problemas que muchas veces nada tienen que ver con los nuestros.

La voz de Jauretche denunciará en una forma acabada el problema que años antes llegara a plantear Taborda. Así es como sostiene que la “intelligentzia”, fruto de la colonización pedagógica, se dejó asombrar por las novedades que exhibían las naciones europeas y la América del Norte, y trató nuestra cultura nacional como incultura, por no encontrarse al ritmo de las novedades intelectuales y políticas de aquellos países. Esta situación de doble alejamiento de nuestros problemas, y del tratamiento de los mismos como argentinos, redundaría en una dominación de carácter cultural que inhibirá el normal desarrollo de nuestra identidad nacional. Esta es la manera, a su entender, en que se domina a las ex colonias, a través de las ideas y no del control por medio del gobierno directo de la metrópoli. Sus palabras son contundentes al respecto: “(…) en las semicolonias, que gozan de un status político independiente decorado por la ficción jurídica, aquella “colonización pedagógica” se revela esencial, pues no dispone (la potencia extranjera ) de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista, y ya es sabido que las ideas, en cierto grado de su evolución, se truecan en fuerza material” (Jauretche, 1982, p. 43). Es esta situación de dominación a la que se ve sometida nuestra cultura lo que Jauretche observa en los hechos mismos, en la europeización y alienación de nuestra literatura, de nuestro pensamiento filosófico y de la crítica histórica, entras tantas otras manifestaciones del arte, la ciencia y el sentido común.

Bajo estas condiciones de vasallaje fue que se desarrolló nuestra élite intelectual, viéndose devastadas y negadas por la historia las verdaderas generaciones de intelectuales nacionales, que deseaban generar una asimilación de los nuevos valores tomando como base indispensable los elementos culturales propios. Jauretche tampoco dejará descansar tranquilo a Sarmiento, y en La colonización pedagógica atacará con toda la fuerza de su prosa al paradigma sarmientino, el cual, a su decir, al haber marcado la constitución de nuestras capas de pensadores, los transformó en intelligentzia, dando esto por resultado final la deformación de nuestra verdadera identidad nacional, de nuestra propia esencia cultural.

Una vez consolidada la intelligentzia como vanguardia intelectual de nuestro país, a la par que se extendía la influencia de la dependencia material respecto de las potencias extranjeras, ya no se pudo salir de una especie de círculo vicioso que se conformó en el mismo proceso. Esto es así porque todos los mecanismos a través de los cuales se podía expresar esa intelligentzia se fueron conformando a voluntad de los centros de poder exteriores, con lo cual obtenían una legitimación y una estabilización dentro del país dominado que les permitía seguir adelante con la maximización de su aprovechamiento de nuestras propias ventajas. Pero cuando Jauretche escribe, ve que las condiciones objetivas han cambiado, ve que una nación pujante subyace a esas apariencias externas que fueron asimiladas como propias. Es así como describe el momento que le tocó vivir: “(…) el conflicto no es el de las ideas, ampliamente superado, sino el de la imposibilidad en que se encuentra la “intelligentzia” de actualizar su ideario de importación en presencia de un país que lo rebalsa y que ha adquirido un potencial propio que tiene que traducirse en una versión también propia de lo cultural” (Jauretche, 1982, p. 50).

Finalmente, consideramos que el planteo de Jauretche es una incitación a la rebelión espiritual de un pueblo, y de sus verdaderos intelectuales, que se vieron relegados por la historia a una función de mera obsecuencia. Esto lo vemos en el mecenazgo que el Estado promovió para cooptarlos. En esta línea, una nota al pie de Jauretche afirma: “La mayoría de los intelectuales de principios de siglo tuvieron que adaptarse pagando con silencios y complicidades el derecho a vegetar y tener un nombre en una sociedad pastoril que relegaba al intelectual a una función decorativa mantenida por el mecenazgo (bastante mal pago por cierto, pues consistía en el empleo público o el mal pagado trabajo del periodismo)” (Jauretche, 1982, p. 53-54). De esta manera, los verdaderos intelectuales serían aquellos que sabiendo entender los mecanismos mediante los cuales históricamente han sido sometidos a través de una sutil colonización pedagógica, pudieran establecerse como genuinos interlocutores orgánicos de una revolución nacional, que nos haría librarnos de la gran cantidad de determinaciones externas, en pos de la defensa de nuestra propia identidad, entendida como la diversidad de nuestra propia cultura.

Bibliografía:

• Jauretche, Arturo: “La colonización pedagógica” y otros ensayos. Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1982.

• Sarmiento, Domingo Faustino: Conflicto y armonía de las razas en América. Obras Completas. Tomo 36. Universidad Nacional de La Matanza, Buenos Aires, 2001.

• Sarmiento, Domingo Faustino: Educación Popular. Obras Completas. Tomo XI. Librería la Facultad, Buenos Aires, 1915.

• Taborda, Saúl: La crisis espiritual del ideario argentino. Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, Rosario, 1933.


APUNTES DE ECONOMÍA RECIENTE

Por Nicolás Bontti


A tono con las nuevas políticas impulsadas por los gobiernos de Tatcher en Inglaterra y de Reagan en los Estados Unidos a finales de los años 70´, el gobierno militar argentino inaugurado en 1976 desplegó toda una batería de medidas económicas de corte profundamente regresivo que buscaron complementar la represión abierta como modalidad de control de los sectores contestatarios al régimen. Así fue como, en rasgos sumamente estilizados, se promovió una apertura indiscriminada de la economía, a la vez que se priorizó la valorización financiera del capital por sobre la inversión productiva, todo lo cual contribuyó a desmantelar la estructura industrial del país. En relación a “la pesada herencia de la dictadura”, Pesce señala los siguientes resultados: “(…) estancamiento del PBI per cápita, distribución crecientemente regresiva del ingreso (desde el trabajo al capital y, dentro de éste, desde las pymes hacia las grandes empresas, sobre todo hacia el capital concentrado), aumento de la población bajo la línea de pobreza, incremento de la desocupación y caída de los salarios, aumento del endeudamiento externo y de las ganancias financieras, desindustrialización con creciente regresividad del aparato fabril, concentración del poder económico y cambio de su estructura y del comportamiento de su cúpula, y reformulación del rol del Estado”.

De esta forma se fueron reduciendo a su mínima expresión los núcleos organizativos con los cuales contaban los sectores subalternos para promover un modelo antagónico al sistema social de dominación inaugurado con el golpe. La desindustrialización implementada redujo el peso de los obreros industriales, y la clausura sindical bloqueó sus formas de expresión corporativa y política. Sumado a esto, el crecimiento del trabajo no asalariado fortaleció la figura social de los trabajadores cuentapropistas (proceso que si iría acentuando con el transcurso del tiempo, alcanzando su máximo auge durante el menemismo con los despidos masivos y la implementación de los retiros voluntarios por parte de las ex-empresas públicas privatizadas). Así fue como, en lugar de un cuerpo obrero homogéneo, como herencia de la dictadura quedó un complejo y heterogéneo espectro de empleados, obreros, independientes y marginales. De esta manera, se impuso una modificación en la modalidad de constitución de las clases subalternas, la cual implicó una conversión de la solidaridad en individualismo, y de la cooperación en competencia. En este sentido, podemos afirmar con Basualdo que “(…) la dictadura militar tuvo una importancia insustituible como uno de los factores explicativos centrales de la redefinición no sólo de la estructura económica sino también del sistema político y la sociedad civil en la Argentina, en tanto señala el momento en que se concreta la mayor “derrota popular” del siglo XX”.

Las señales de apertura del régimen político que comenzaron a manifestarse en los primeros años de la década del 80´, generaron grandes esperanzas en torno a las posibilidades que otorgaría una vuelta a la democracia en el sentido de desandar el regresivo camino recorrido en materia económica y la despiadada represión política. Muchas de estas expectativas, sin embargo, quedarían truncas a pesar de las promesas esbozadas por los candidatos a la presidencia en las elecciones de 1983.

Durante el primer año de gestión económica del gobierno de Alfonsín, el programa del ministro de economía Grinspun buscó revertir la abrupta caída de salarios que venían padeciendo los sectores trabajadores, a través del intento de fortalecer la economía doméstica, y buscando no resignar este objetivo ante la presión ejercida por los organismos multilaterales de crédito en el marco de una inédita deuda externa en la historia de nuestro país. Sin embargo, se generaron serias dificultades ante la oposición interna (ya que el programa cuestionaba de alguna manera a los ganadores del modelo regresivo de la dictadura) y externa (debido fundamentalmente a un incremento de la inflación que ponía en riesgo el cumplimiento de los compromisos crediticios adquiridos por el país), que derivaron en la renuncia del ministro. A partir de ese momento, los sectores trabajadores tendrían cada vez más lejos la posibilidad de experimentar alguna mejoría en sus condiciones de vida, y el gobierno se plegaría, en una segunda lectura de situación, a diagnósticos cada vez más ortodoxos, ante la ausencia de mejoras en el plano económico y las múltiples presiones recibidas por los grupos internos de capital concentrado y los organismos financieros internacionales.

Este “viraje hacia la derecha”, en busca de soluciones a los impostergables problemas de la economía nacional, conduciría en el final de la gestión radical a intentar implementar los recetarios de medidas económicas propugnados por los promotores del neoliberalismo, en un contexto de suma debilidad política y crecimiento descontrolado de la espiral inflacionaria, elementos que hicieron que Alfonsín tuviera que entregar el poder de forma anticipada.

De esta manera, podemos coincidir plenamente con Shorr y Ortiz en que, durante ese gobierno, “(…) se acentuó la tendencia hacia una creciente heterogeneidad dentro de la clase obrera argentina que se había iniciado durante la última dictadura militar” . En primer lugar, se produjo un achicamiento del aparato productivo, lo cual tuvo una incidencia notable sobre los procesos organizativos de los trabajadores, ya que se continúa con la política militar de desmantelamiento de su principal espacio asociativo, es decir, el lugar de trabajo. A su vez, la profunda regresividad económica experimentada durante la década de los 80´ motivó en ocasiones la imposibilidad real por parte de los trabajadores de atender cuestiones políticas, ya que el disciplinamiento a sangre y fuego de la dictadura fue continuado en democracia por el estancamiento económico, la caída de los salarios, el aumento desorbitante experimentado por los índices de precios, el creciente desempleo, y la consecuente redistribución inequitativa de la riqueza nacional.

En medio de esa preocupante situación económica se realizaron las elecciones presidenciales en las que Carlos Menem resultó vencedor. Analizando este período, Beltrán sostiene: “Tras la derrota en las urnas, la UCR perdió toda autoridad política y el gobierno de Raúl Alfonsín se derrumbó, viéndose obligado a traspasar el poder anticipadamente; no sin antes sellar un pacto con el peronismo que permitiría la sanción de dos leyes que resultarían fundamentales para el proceso de reformas estructurales: la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado”.

La política reformadora neoliberal es llevada al paroxismo de la mano de la administración Menem. Durante los años que gobernó, se siguieron al pie de la letra los recetarios del Consenso de Washington, y literalmente se desmantelaron las capacidades interventoras del Estado en la economía. Asimismo, fueron puestas en práctica las tan solicitadas medidas de “ajuste estructural”, que apuntan a una profunda reorganización del aparato estatal y de la sociedad, quedando ambos a merced de “las fuerzas libres del mercado”. Durante los años 90´ se llevó acabo el ajuste más profundo de toda América Latina y probablemente del mundo. Ninguna otra nación logró en un plazo tan breve, implementar semejante cantidad de cambios radicales a favor de la “economía de mercado”.

Lo que se ha dado en llamar “Reforma del Estado”, tuvo en la política de privatizaciones uno de sus ejes principales, pero incluye otros aspectos estrechamente vinculados con ella. Ellos implicaron el achicamiento de la administración central, el crecimiento caótico de las provinciales por delegación de nuevas tareas, la contracción del gasto público, la reestructuración de las relaciones capital – trabajo (con la flexibilización laboral como eje central, un alto crecimiento del desempleo y la pauperización de las condiciones de vida de los trabajadores), los avances desreguladores (con la consecuente apertura masiva e indiscriminada de la economía al mercado mundial) y las reformas regresivas del sistema tributario.

Otro pilar fundamental (por cierto contradictorio) de este paquete de reformas implementado por el menemismo lo constituye la Ley de Convertibilidad, que implicó básicamente la subordinación de la divisa nacional a la estadounidense, y que se halla justamente en las antípodas de los planes de liberalización de los mercados, ya que fija las fluctuaciones de la moneda más allá de las variaciones acontecidas en el mercado de divisas. Este mecanismo antiinflacionario de estabilización de precios le puso un corset fundamental a la autonomía monetaria del Estado y está en la base de los logros iniciales y de los enormes problemas que se acumularon durante toda la década de los 90´.

La deslegitimación explícita de la intervención estatal que tuvo lugar a partir de fines de los 80´ de la mano del auge internacional del neoliberalismo, no puede ser atribuida exclusivamente a la voluntad política de un jefe de Estado o de un gobierno, sino que remite a significativas modificaciones en la lógica de funcionamiento de “lo público” que se fueron gestando durante décadas. La política aplicada por el gobierno de Carlos Menem y continuada por Fernando de la Rúa, es la culminación de tendencias estructurales gestadas desde mediados de la década del 70´, en tensión con las crisis y mutaciones de la economía mundial. Significó una verdadera estrategia político- económica que resituó las bases de dominación social de un modo claramente desfavorable a los sectores populares, e implicó un cambio profundo en los lazos que se habían tendido, a partir del primer peronismo, entre el Estado y la sociedad en nuestro país.

En lo que respecta al régimen post-convertibilidad que llega hasta nuestros días, aparecen como características centrales la creciente concentración económica y la profundización de la extranjerización industrial, un perfil productivo-exportador claramente ligado al sector de procesamiento de recursos básicos (principalmente de la agro-industria y la petroquímica), y una recuperación industrial que está demandando un fuerte crecimiento de las importaciones. Asimismo, si bien se ha recobrado cierto margen de autonomía estatal en la gestión de los asuntos económicos, aún nos encontramos lejos de la situación económica previa al golpe del 76´, sobre todo en materia de distribución del ingreso nacional, aspecto que sirve como indicador para medir el contenido democrático de un modelo económico determinado. En este sentido es que podemos marcar una continuidad de la administración actual con las políticas de los gobiernos que lo precedieron desde el último golpe de Estado.


ALBERT CAMUS O LA VIDA DESPUÉS DEL ABSURDO


 

Por Nicolás Bontti

“The time is out of joint”

Hamlet, Shakespeare


Se cumplió el 4 de enero pasado medio siglo de la muerte de Albert Camus, enorme literato y filósofo francés de origen argelino, quien nos ha legado una obra enorme, no tanto por su extensión como por las marcas indelebles que ha dejado en la historia de la literatura y del pensamiento. Como todos los grandes escritores, no hubo género literario del que rehuyera, y se destacó como dramaturgo, ensayista y novelista. Retrató de una manera sublime la sensación de vacío existencial que padece el hombre moderno en su novela El extranjero, logrando una pieza incluso superior en belleza y efectividad (me atrevería a decir) a La Náusea de Sartre, uno de esos libros que están más allá del tiempo, y que le valió un Premio Nobel. Su muerte se nos presenta hoy como una triste ironía de la vida, cuando siendo uno de los más grandes pensadores del absurdo, muere absurdamente en un accidente automovilístico cerca de Le Petit-Villeblevin, 160 kilómetros al sur de París, contando apenas 47 años.

Tratar de encasillar la figura de Albert Camus bajo algún rotulo se vuelve una tarea inviable, y la posibilidad de esa vana intención se nos escurre como arena entre los dedos de un puño apretado. Cómo abordar entonces la magnitud de ese fantasma que por estos días sigue generando enconadas discusiones en Francia. Cómo conciliar ese porte de galán cinematográfico con las perturbadoras reflexiones a las cuales dedicó gran parte de su vida, queriendo quizás reconfigurar el repertorio de preguntas que la filosofía no se puede dejar de hacer.

Normalmente se lo inscribe dentro del existencialismo, al igual que a su contemporáneo Sartre. Ambos tuvieron una relación de camaradería, hasta que en la posguerra se distanciaron, a partir de una divergencia sobre la postura que consideraban debía tomar la izquierda y particularmente el partido comunista en aquel contexto, y por la función que debían desempeñar artistas e intelectuales. Sartre convertido al comunismo creía en la superioridad histórica del estalinismo frente al sistema de explotación capitalista, mientras Camus condenaba la falta de libertades y el terrorismo de estado del sistema soviético con igual energía que al sistema antagónico. En rasgos sumamente estilizados, el énfasis principal de esta tradición de pensamiento está puesto justamente en la existencia, desconfiando de cualquier supuesta esencia que la preceda. También ocupa un lugar central la elección individual y la libertad que en ella se expresa. Asimismo, junto a estos elementos aparece la responsabilidad moral que el individuo debe asumir ante cada decisión y acción. Muy en boga allá por las décadas del 60´ y el 70´ en nuestro país, ya quedan pocos exponentes autóctonos de esta gran tradición, y las asignaturas universitarias en ciencias sociales suelen prescindir de contenidos relacionados a la misma, salvo alguna que otra rara excepción.

En su maestría al servicio de la denuncia de una época irracional, Camus indagó en las profundidades que caracterizan esa culpabilidad histórica, y en la capacidad de decir “no” que todo buen rebelde debe tener. En su texto de 1951, El hombre rebelde, señala que la rebelión, como forma genérica, se hace contra la mentira y la opresión, otorgándole de esta manera legitimidad y posicionándola como necesaria en el devenir histórico. Y ese devenir en Camus era eso, constante acontecer, continuidad en la contingencia, y no un desarrollo teleológico con una meta predeterminada, a la manera de Hegel, Marx, o incluso (y da vergüenza ponerlos un momento en el mismo escalón) Fukuyama. Sostiene allí que el hombre, en su mayor esfuerzo, no puede sino proponerse la disminución del dolor del mundo, pero como buen lector de la obra de Dostoievski, reconoce la problemática moral que indica que la injusticia y el sometimiento siempre subsistirán, con lo cual se deduce que el arte y la rebelión no morirán sino con el último hombre, ya que son las únicas alternativas conscientes que posee para seguir adelante con su vida.

Pero detengámonos un momento en su primer ensayo de 1942, el Mito de Sísifo, que resulta revelador de problemáticas nodales de su obra y que tempranamente exhibe la profundidad de los análisis que lo caracterizarían. En el mito, los dioses habían condenado a Sísifo a empujar indefinidamente una gran roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensando que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Sísifo fue entonces el hombre absurdo que Camus tomó de la mitología para pensarlo como metáfora del hombre moderno, como ese proletario que deja su vida en la generación de plusvalía y en la reproducción de una vida miserable. Esa situación que Prévert supo retratar en su poesía con inolvidables frescos de vida, con abrumadoras expresiones de una realidad que enciende la mecha de los eternamente oprimidos.

Así es como Camus toma al absurdo como punto de partida, no como diagnóstico final después de pensar las condiciones de vida de una época, con lo cual la pregunta sobre el sentido de la existencia no se haría esperar demasiado. Así comienza el texto: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías vienen a continuación”. Lo que Camus dirá entonces es que existe una brecha irreconciliable entre la necesidad de certeza y de absoluto que tiene el hombre, y lo bizarro e incongruente que se presenta el mundo. Ante esa disociación, la existencia se torna irremediablemente absurda. Pero si allí es donde estamos, sería demasiado perturbador quedarnos sólo con el diagnóstico. Por eso no se detendrá, y reflexionará sobre los escapes que el hombre se ha procurado ante esa situación, sobre si tiene sentido cargar con ese tremendo peso sobre nuestras espaldas.

Por supuesto no desconoce el rol apaciguador que en numerosas almas siempre ha tenido la religión ante este tipo de diagnósticos, y en general todos aquellos credos que han hablado de una vida después de la vida, de una eternidad tranquilizadora. ¿Pero qué les queda a los que no conocen Dios alguno? El sufrimiento gasta la esperanza y la fe y se queda en solitario en este mundo. Dirá Camus: “Las multitudes de trabajadores, cansados de sufrir y morir, son multitudes sin Dios” . ¿Qué hacer entonces con este panorama desolador? ¿Qué posibilidad tendríamos de transformar la existencia en una experiencia tolerable?

Tampoco dejará descansar Camus al materialismo histórico, y le recriminará el carácter que tendrá en común con la fe, en el sentido de que se debe esperar a futuro para que se resuelvan los problemas de aquellos que sufren en el presente. El marxismo, y más concretamente el cristianismo histórico, dejarían entonces para más adelante la curación del malestar que el hombre moderno padece en su cotidianeidad. Allí sería entonces donde aparece el movimiento más puro de la rebelión, encarnado en la figura agónica de Iván Karamazov. La rebelión así muestra que es el movimiento puro de la vida y que no se puede negarla sin renunciar a vivir. El grito de Camus, que retoma y reinterpreta el del héroe de Dostoievski, es digno de aquel que ya no cree en las caras de infinitas mejillas, que podían resistir infinitos embates y cachetazos en pos de un devenir ultraterreno que nos condena a la sumisión mundana. La rebelión, en definitiva, podrá como mínimo enfrentar esta situación, podrá empezar a pensar el presente como premisa necesaria en la construcción de un porvenir, y no a viceversa.

Pero volviendo a la metáfora de Sísifo, lo que a Camus le interesa es el hombre que cuando ve la piedra rodar cuesta abajo, transita nuevamente el camino, disfrutando tal vez del descanso momentáneo y de la pendiente a favor. Es el hombre que entiende que el absurdo y la dicha son condiciones inseparables de la vida, y que es a partir de esa combinación que se debe enfrentar la existencia, siendo el reconocimiento de esa pareja lo que marca el compromiso de un verdadero intelectual. Camus nos invita de esta manera a compartir una rebelión metafísica, a confrontarnos permanentemente con nuestra propia oscuridad, pidiéndonos transparencia hasta el punto de lo imposible, poniendo al mundo en duda en cada una de sus instancias.

Esa rebelión metafísica extiende la conciencia a todo lo largo y lo ancho de nuestra existencia. De la existencia de los que somos, de nuestra condición de seres perecederos que padecen un mundo irracional, pero que siguen viviendo, obstinadamente, sin fe y sin certeza alguna de mundos ulteriores. Porque esa es la condición del hombre en Camus, hombre que se piensa en situación, y no en proyección por fuera de su esencia humana. En sus propias palabras: “Esta rebelión es la seguridad de un destino aplastante, menos la resignación que debería acompañarla” . Y aquí es donde empieza a vislumbrarse la solución al aparente dilema que plantea en relación a la situación existencial del hombre moderno, porque las verdades más opresivas de alguna manera perecen al ser reconocidas. Y así es como llega a reinterpretar el mito clásico al cual nos referíamos. Se imagina a Sísifo al pie de la montaña, reencontrándose con su carga, enseñando la fidelidad superior que niega a los dioses y empuja la roca. Imagina, a su vez, que el esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar el corazón de un hombre. Camus se imagina a Sísifo dichoso, haciéndole frente a la vida.

Vale entonces la pena que la vida sea vivida. Entendemos así que para los hombres sin religión, esbozar una mueca ante lo absurdo se presenta como una alternativa momentánea, inteligente, para organizar y procesar nuestra condición de rebeldes sin fe. Nos queda la invitación a agotar el campo de lo posible, a persistir obstinadamente en no perecer antes de que la batalla de nuestras vidas haya tenido lugar. Batalla del día a día sin la cual, ahora sí, la vida no tendría sentido.

EL IMPERIO DE LO ESTRIADO


Por Nicolás Bontti


Cualquier indagación analítica en relación a la figura del Estado moderno, y de las relaciones (necesariamente asimétricas) entre los diversos Estados, nos plantea en primer término la necesidad de conceptualizar esta figura.

Una larga tradición de filosofía política, que se remonta a la antigua Grecia, ha intentado definir la especificidad y las funciones que debería desarrollar un Estado como construcción de poder encargada de regular las relaciones sociales. Es allí de hecho donde podemos situar el período de génesis embrionaria del Estado moderno, el lugar donde reconocemos los primeros rasgos distintivos de una modalidad específica de intervención político-institucional en lo social, la cual se fue metamorfoseando al calor de la historia, fue regulando y recodificando el acontecer social, fue redefiniendo las líneas de escape contestatarias que se contraponían a ese encasillamiento de la vida política, fue acotando finalmente la diversidad de experiencias en función de una voluntad política determinada que se imponía. Deleuze y Guattari (DYG en adelante), sostienen en relación a este período: “A partir de la ciudad griega y de la reforma de Clístenes, aparece un espacio político homogéneo e isótopo que va a sobrecodificar los segmentos de linajes, al tiempo que los distintos núcleos se ponen a resonar en un centro que actúa como denominador común” .

Claro que no es lo mismo hablar de una ciudad-estado griega que pensar las constituciones políticas características de la modernidad en occidente, pero lo cierto es que se asemejan en el intento de regular lo social, de oponer una construcción que estría lo liso del devenir social, sobrecodificándolo. En este sentido, toda forma de Estado impone una “segmentarización” al cuerpo social: “El Estado no sólo se ejerce en los segmentos que mantiene o deja subsistir, sino que posee en sí mismo su propia segmentaridad, y la impone”; y más adelante “(…) diríase que la vida moderna no ha suprimido la segmentaridad, sino que, por el contrario, la ha especialmente endurecido” .

Así es cómo, según DYG, el aparato de Estado moderno tenderá a identificarse con una axiomática específica que buscará redefinir los flujos políticos que escapen de sus causes institucionales, en el marco de un contexto nacional específico, redoblando los esfuerzos desarrollados en el período embrionario, ante el reflujo creciente de energías políticas que no dejan de escaparse a las reterritorializaciones ensayadas desde el poder público: la proliferación de un rizoma. Esto se plantea como necesario al Estado moderno debido a que nos encontramos ante un mundo político infinitamente más complejo al de la antigua Grecia, donde el movimiento natural del Estado en pos de su autoreproducción tiende a trascender los límites territoriales de las naciones, en una carrera de paranoia y desenfreno para definir lo que es válido y aceptable en términos de una convivencia internacional de las naciones y aquello que no lo es. Una carrera que, como todas, contará con un ganador y varios perdedores: el Imperio y las energías contrapuestas que suscita en la búsqueda de autodeterminaciones nacionales.

En función de estas conceptualizaciones, es que podemos entender la relación histórica que han mantenido los Estados Unidos, como líder hegemónico global, con las naciones latinoamericanas. Por supuesto que cada Estado nacional cuenta con sus propios recursos y con una axiomática en pos de la definición de lo social, de la recodificación de las líneas de fuga que actúan como equilibrantes del poder central: un aparato de contención ante la constante e inevitable reproducción de energías que se le contraponen. Sin embargo, Estados Unidos como principal potencia mundial se ha encontrado sistemáticamente bajo la necesidad de intervenir en la política doméstica de las naciones latinoamericanas, a través de diversos mecanismos (financiamiento del terrorismo de Estado; actuación mancomunada con los organismos internacionales de crédito para promover un endeudamiento de las naciones latinoamericanas que le permita ejercer su influencia en la determinación de la política económica de cada país; control de las diferencias políticas con otras naciones desestimándolas en términos de un maniqueísmo de “amigos o populistas” que la prensa internacional, salvo raras excepciones, suele adoptar; entre otros aspectos).

En las sucesivas intervenciones históricas de los distintos gobiernos norteamericanos, una vez constituido este país como potencia mundial a partir de la segunda posguerra (y más notoriamente a partir de la caída del muro en el 89´), lo que se busca consolidar es fundamentalmente la supervivencia del capitalismo a nivel internacional, movimiento que tiende a reproducir las desigualdades entre el líder hegemónico global y las naciones periféricas, promoviendo asimismo la exacerbación del despliegue axiomático y de recursos materiales tendientes a reubicar y recodificar el rol que cada nación debería asumir en la división internacional del trabajo (lo cual representaría una negación implícita de la teoría de las ventajas comparativas ricardiana, ante la imposibilidad de la existencia de un beneficio económico mutuo resultante de las relaciones económicas entre el centro y la periferia). Al respecto, DYG afirman: “(…) la nación coincide con la operación de una subjetivación colectiva, a la que corresponde el Estado moderno como proceso de sujeción. Bajo esta forma de Estado-nación, con todas las diversidades posibles, el Estado deviene modelo de realización para la axiomática capitalista. Lo que de ningún modo quiere decir que las naciones sean apariencias o fenómenos ideológicos, sino, por el contrario, las formas vivas y pasionales en las que se realizan fundamentalmente la homogeneidad cualitativa y la competencia cuantitativa del capital abstracto” . De esta afirmación se podría deducir que la heterogeneidad cualitativa propia de las naciones y las posibles restricciones que éstas puedan plantear a los movimientos del capital internacional contradicen la axiomática capitalista y cuestionan fuertemente los mecanismos de autoreproducción de esta relación amo-esclavo. Esta sería la dirección que deberían seguir los estados latinoamericanos, comenzando algunos y continuando otros una línea de fuga que escape a los resortes imperiales y enfatice la autonomía estatal de las diversas naciones en la definición de sus propios códigos de convivencia.

Los conflictos de nacionalidad, los movimientos de las minorías (étnicas, de género, religiosas, de condición socioeconómica) y los diversos flujos energéticos contemporáneos que se contraponen a la sobredeterminación imperial son, efectivamente, escapes, líneas de fuga. A decir de los autores, estas minorías no tienen que ver con una cuestión numérica, de cantidades, sino con el acoplamiento o no a un patrón que define lo social, lo moldea, lo estría (devenir hombre adulto, devenir propietario, devenir aliado del imperio).

El nuevo milenio ha traído consigo importantes cambios de aire en la política latinoamericana, ante la necesidad impostergable de revertir las desastrosas consecuencias producidas por la adopción del dogma neoliberal en gran cantidad de países de la región. Este nuevo movimiento latinoamericano (si bien no se trata de un bloque monolítico), ha dado un viraje fundamental, tratando de recuperar progresivamente cuotas de autonomía estatal ante los intentos de avasallamiento del país del norte. Devenir minoría podría significar, en este contexto, devenir latinoamericano, construyendo desde las diversidades nacionales una identidad contestataria a los esquemas discursivos del poder internacional, paradigmáticamente representado por Estados Unidos. Quedará por su puesto ver como evolucionan los diversos procesos políticos en estos países, y no es aquí nuestra intención realizar un ejercicio contrafáctico, pero lo cierto es que se ha avanzado en este movimiento por la autodeterminación y que en la medida que allí se pongan las fuerzas Latinoamérica toda tendrá mayor capacidad a la hora de definir que es lo que quiere ser.


ARTURO JAURETCHE Y EL PENSAMIENTO NACIONAL

Por Nicolás Bontti


"Les he dicho todo esto
pero pienso que pa´nada,
porque a la gente azonzada
no la curan con consejos:
cuando muere el zonzo viejo
queda la zonza preñada."
 
(Arturo Jauretche, El Paso de los Libres, 1934.)


108 años se acaban de cumplir del natalicio de Arturo Jauretche, notable político y ensayista argentino, fallecido en 1974. Originalmente afiliado al partido radical en su vertiente personalista, vio en la experiencia yrigoyenista un proyecto que podía posibilitar la dignificación de los sectores populares, ampliamente marginados por entonces de la vida política y económica de nuestro país. Participó en combates armados contra la dictadura que destituyó a Yrigoyen en 1930, y tras un alzamiento que tuvo lugar en Corrientes en 1933, fue encarcelado. Un año después, cuando el radicalismo decide suspender la abstención electoral a través de la cual configuraba su estrategia política, Jauretche se alejó del partido y conformó, junto a personalidades de la talla de Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Manzi y Luis Dellapiane, la fuerza política FORJA. Finalmente, adhirió al peronismo desde una perspectiva crítica (la cual nunca dejó de lado), fundamentalmente por el énfasis puesto por ese gobierno en la necesidad de promover un desarrollo industrial que permitiera salir al país del cuello de botella económico caracterizado como el modelo de stop & go, producto del perfil agroexportador de Argentina.

Con la llegada del peronismo, FORJA fue disuelta en febrero de 1946, por considerar que Perón había inaugurado una verdadera política nacional de reivindicación de nuestra soberanía en oposición al capitalismo internacional, lo cual representaba una de las principales banderas de la organización. Por esta razón, Jauretche consideró que más valía unir fuerzas por un objetivo común, que plantear una lucha política que hubiera sido inexistente, ante la coincidencia de las plataformas. Durante el gobierno peronista fue Director del Banco de la Provincia de Buenos Aires (1946-1950), desde donde promovió una política de apoyo al empresariado nacional. Renunció en 1950 por disidencias con el nuevo equipo económico de Perón y se retiró a la vida privada. Reapareció en 1955, para desde la prensa y el ensayo defender la década peronista una vez instalada la autodenominada “revolución libertadora”.

Amén de sus diversas filiaciones políticas, una primera aproximación a su obra crítica nos permite identificar un registro literario un tanto marginado en los últimos tiempos: el ensayo. La preeminencia que éste adquirió entre las décadas del 30´ y el 50´ del siglo pasado en nuestro país, se vio luego opacada por la presencia de un creciente cientificismo en la reflexión política y sociológica, el cual tuvo como hito la creación de la carrera de Sociología en la Universidad de Buenos Aires en 1957, de la mano del italiano Gino Germani. Desde su conducción universitaria, se logró imponer un paradigma que negó la importancia de la producción ensayística, la cual fue tildada como especulativa y anti-científica, básicamente por no ajustarse a los parámetros académicos de las ciencias sociales norteamericanas.

Sin embargo, el ensayo actualmente muestra una cierta revitalización, de la mano de producciones que intentan rescatarlo, alejando la reflexión socio-política de los esquemas cuadriculados y prefabricados por la Academia globalizada. En Jauretche hoy se reconoce un representante paradigmático de lo que se ha denominado como la tradición del “ensayismo social argentino”, habiéndose propuesto pensar desde su condición de argentino, estando atento a nuestros propios problemas y no a los importados de las naciones extranjeras.

En su ya hoy célebre Manual de Zonceras Argentinas, describe minuciosamente diversos principios que fueron introducidos en nuestra formación intelectual desde nuestra primera infancia, con la apariencia de axiomas, para de esta forma impedirnos pensar los problemas argentinos desde el buen sentido común. Gracias a este repertorio de “lugares comunes”, nos hemos visto condenados a repetir casi involuntariamente una serie de enunciados relacionados a la política, la economía, la historia y la geografía nacionales, poniendo históricamente de manifiesto una salida fácil e irreflexiva ante cuestiones fundamentales del acontecer nacional. La zoncera como tal, sólo es viable si no se la cuestiona, y contra ella arremeterá Jauretche, a través de una crítica lúcida y mordaz. De esta manera, sostiene que los argentinos deben intentar desenredar esa madeja de pensamientos muertos, de cliches, para poder así reflexionar criteriosamente sobre nuestra historia y nuestra actualidad como país.

Esta tarea nos obliga a indagar en el surgimiento histórico de esa suerte de anteojeras con las que los hombres del poder han logrado hacernos ver, a través de innumerables ficciones respaldadas por el prestigio de quienes las fueron pregonando. En realidad, lo que hay que decir es que, históricamente, nuestro país se detuvo a pensar (desde la academia, la prensa, y los diferentes órganos de la sociedad civil), a través de esquemas de pensamiento importados, sin reparar en las diferencias contextuales que son inevitables en la contingencia histórica de cada país. Así es como denuncia Jauretche la colonización pedagógica a la que fueron sometidas nuestras capas de intelectuales y la dominación cultural que ellos promovieron, como administradores del imperialismo que sometió (y podemos decir, aún somete) a nuestra nación. En sus propias palabras: “Tampoco son zonzos congénitos los difusores de la pedagogía colonialista. Muchos son excesivamente "vivos" porque ése es su oficio y conocen perfectamente los fines de las zonceras que administran (…)” (Manual de Zonceras Argentinas, 1968).

Pero detengámonos un momento en la zoncera madre de todas las zonceras: la que esbozara Sarmiento a través de su pensamiento, reflejada en la dicotomía entre civilización y la barbarie. Jauretche es contundente al respecto: "La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna; enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol. Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento según Europa y no según América". (Los profetas del odio y la yapa, 1975). Esta zoncera tuvo un poder expansivo notable, y sirvió de modelo reflexivo a generaciones enteras de intelectuales, alejándonos por esta razón del tratamiento de nuestros problemas como argentinos.

La oligarquía nacional profesó una fe incondicional por esta zoncera, y la asoció al ideal de progreso económico que no hizo más que posicionarnos en el mercado internacional como un país dependiente, impidiendo el desarrollo nacional que con toda seguridad hubiera sido posible de pensar nuestra realidad de otra manera. Es la historia de nuestro interminable atraso económico, producto del modelo agroexportador y de su vigencia en el tiempo, el cual ató nuestras posibilidades de desarrollo al inevitable vaivén de los precios internacionales de los productos agrícolas y a los factores climáticos. Una vez más uno se ve tentado a pensar en Jauretche como un profeta de nuestra historia, ya que sus denuncias contínuamente se reafirman como impedimentos estructurales para el despegue de nuestro país. Un claro ejemplo de esto se ve en la creciente “reprimarización” a lo que se ha visto expuesta nuestra economía en los últimos tiempos, profundizando de esta manera la dependencia respecto de las fluctuaciones del comercio internacional.

Jauretche denuncia sistemáticamente la negación de nuestra cultura como hecho preexistente ante las novedades provenientes del exterior. Sostuvo que todo acontecimiento propio, por la sola razón de serlo, fue considerado como bárbaro, y todo lo ajeno, por lo mismo, fue tenido por civilizado. Civilizar, entonces, consistió en desnacionalizar. De esta forma, vemos una crítica militante en Jauretche, la cual busca desenmascarar las formas eminentemente culturales de la dominación, para así dejar nacer las manifestaciones de lo nacional. En este sentido, debemos marcar lo consecuente que siempre fue con su pensamiento, ya que nunca abandonó la lucha en el campo de las ideas, aquella lenta y penosa guerra de trincheras que mencionara Gramsci, en términos sorprendentemente similares. Desde aquí debe comenzarse la batalla, la lenta procesión que nos verá librarnos de la opresión externa desplegando las fuerzas de nuestra propia cultura. Sólo desde aquí será posible que algún día lleguemos a decir que no somos más colonia. De esta forma, explorar e interpelar nuestro sentido común, que no siempre es algo tan “común”, podría allanar el camino de una mayor libertad para repensar nuestro devenir histórico como país.

Asimismo, levantó su voz contra la ficción jurídica que nos permitía creernos una nación independiente y soberana. El status político que le correspondía a nuestro país era en realidad el de semi-colonia, ya que a pesar de contar con un gobierno propio (sea cual fuere su signo político), era dominado por élites políticas y culturales que representaban y reproducían los intereses de otras naciones. Supo de esta manera leer las modificaciones que se iban realizando en el modus operandi del colonialismo tardío. Para aquel entonces, ya no se dominaba a los países del nuevo mundo a través del gobierno directo de la metrópoli, sino a través del sutil control ideológico, gestionado y hecho efectivo por la intelligentzia, esos mercenarios de las ideas que servían (y aún sirven) al mejor postor extranjero. Un agravante más de esta situación, advertirá Jauretche, se da por el hecho de que, en determinado grado de su evolución, las ideas se convierten en fuerza material, lo que implica que la dominación cultural de un país allana el camino a su sometimiento económico.

Don Arturo murió el día de la patria, un 25 de mayo, pero su pensamiento mantiene una vigencia notable, como lo hemos intentado demostrar a través de nuestro breve recorrido. Lo recordamos como el profeta de una actualidad que no nos permite dejar de pensar en él. Como todos los grandes, demanda ser leído y releído.